lunes, 19 de noviembre de 2012

LOS SOFISTAS Y SÓCRATES


1. CONTEXTO HISTÓRICO DE LA ATENAS DE SÓCRATES Y LOS SOFISTAS

El siglo V a.C., en el que tiene lugar la llegada de los sofistas a Atenas y en el que Sócrates vivió y filosofó, es un siglo especialmente significativo en la historia ateniense y griega. Este siglo queda abrazado por dos grandes guerras: la primera llevará a Atenas a su máximo poderío y esplendor político, la segunda de ellas significará la decadencia y pérdida de poder de esta ciudad.


La primera de las guerras mencionadas consiste en una serie de batallas que los atenienses capitanearon contra los Persas. Son las llamadas guerras Médicas que abrazan del 490 a. C. al 477 a. C. bajo el gobierno de Temístocles. Como hemos dicho, las Guerras Médicas consisten en una serie de batallas en que la democracia ateniense capitanea la lucha contra un imperio tan poderoso como el de los persas, que querían apropiarse de las colonias griegas de Asia. Las batallas más famosas, y que serán mencionadas por doquier, son la de Maratón (el 490 a.C.) y la de Salamina (480 a. C.). Los persas, sin embargo, habían vencido en la misma década a los espartanos en las Termópilas.

Todo esto hace que la ciudad de Atenas se sienta más orgullosa que nunca. Una democracia, a la que se suele objetar su falta de orden y disciplina, vence a un gran imperio, mientras que un ejército tan sumamente disciplinado y organizado como el de la timocracia espartana, es derrotado. Es en este periodo de gloria política ateniense que se delimita entre las dos guerras (entre el 477 y el 431 a. C.) en el que cabe situar el esplendor también cultural de Atenas y la llegada mayoritaria de sofistas. Es del 462 a. C. al 429 a. C. cuando encontramos el apogeo de la cultura y la democracia griega, bajo el mandato de Pericles, que fortalece todas las instituciones democráticas, sobre todo la asamblea, que había ido ganando poder en las guerras Médicas.

En este contexto tiene lugar la llegada de la primera generación de sofistas. Se suele hablar de dos generaciones de sofistas. Los más destacables de la primera serían: Protágoras de Abdera, Pródico de Ceos, Hipias de Elis y Gorgias de Leontini. Los más destacados de la segunda (ya hacia el puente entre el s. V y el IV a. C.) serían Trasímaco y Caliclés. Mientras que los primeros, a pesar de defender la relatividad de los valores –como todos los demás- adoptan posiciones respetuosas con el orden establecido, de concordia y moderadas, los sofistas de la segunda generación (es decir, ya en plena crisis ateniense) caen o bien en la erística (simple juego lingüístico, de nulo valor para la vida) o bien, si nos tomamos en serio sus tesis, tal como son expuestas en los diálogos platónicos, son propuestas desorbitadas, simples,  reduccionistas e incluso peligrosas políticamente, como la defensa de Caliclés de la ley del más fuerte (que por cierto, sí que es una defensa de la physis en el campo de la moral).


Pero en política, todo gran éxito puede convertirse fácilmente en un fracaso. Atenas aprovechará su posición preponderante en la confederación que había ganado la guerra, la llamada Confederación de Delos, para mantenerla como una alianza frente a cualquier otra posible agresión a alguna de las ciudades que la formaba (digamos, como la OTAN actual). Obviamente, este compromiso de asistencia mutua, era también un compromiso económico del que Atenas hacía negocio. Atenas fue subiendo los tributos de manera desproporcionada a sus socios y sin relación alguna con los posibles peligros externos. Esto hizo que Esparta, la otra gran ciudad griega, representante de una organización política mucho más tradicional, y siempre envidiosa del gran poder de Atenas, liderase al final a algunas ciudades que se enfrentarían a ésta, rompiendo la unidad de la Confederación de Delos. Este es el origen de la guerra del Peloponeso, una guerra civil entre griegos mucho más cruel y destructiva que la primera: tanto de vidas, como de cohesión social. En este guerra, que asola Grecia (pero sobre todo Atenas) entre el 431 a.C. y el 404 a. C., se enfrentan Atenas y sus aliados, a Esparta y sus aliados. Hay que tener en cuenta que, como guerra civil, no es una guerra territorial que se juegue en una región determinada. En Atenas había filoespartanos, tradicionalistas partidarios de un régimen no democrático. Esta lucha interna de poder será la que producirá escenarios tan terribles para la ciudad (y para la filosofía) como el gobierno filoespartano de los Treinta Tiranos, entre los que había familia de Platón y entre los que había aquellos que quisieron manchar de sangre las manos de Sócrates, y que nunca le perdonarían su lealtad a sí mismo y a sus principios, consiguiendo finalmente que fuese juzgado y ejecutado en el 399 a. C., justamente en el retorno de una democracia aparentemente conciliadora.

Como las desgracias nunca vienen solas, a esta decadencia, hay que sumar la llegada de la Peste en Atenas, de la que morirá el mismo Pericles. A medida que la guerra del Peloponeso se recrudece, la democracia ateniense se torna impositiva (imperio talasocrático) como ocurre en el mantenimiento de todas las guerras que no se ganan. Es en este contexto político en el que aparece la segunda generación de sofistas, con posiciones más radicales y más peligrosas políticamente, fruto de una menor concordia.


En la Atenas de Pericles (cénit del s. V a. C.) tiene lugar la llegada de los sofistas. Éstos son extranjeros, profesionales del saber, que cobran importantes sumas de dinero por enseñar “¿qué es la virtud?”. Lo que ellos entienden por virtud es, en general, ciertas habilidades útiles para el triunfo en la vida pública. Muchos de ellos, como Lisias (admirado por Fedro) también se dedican a escribir discursos que otros leen en las asambleas.

De hecho, el significado de virtud (areté) no es otro que el de excelencia, y se aplica a la vida pública. Destacar en la vida pública por los discursos o las acciones, eso es en principio ser virtuoso.

Junto a este fenómeno, hay que tener en cuenta que los sofistas vienen de ciudades donde imperan normas muy diferentes a las atenienses. Sobre todo por lo que se refiere a la organización política. De acuerdo con esta diferencia, es también muy posible que Atenas fuese una ciudad donde la tradición moral (el tradicionalismo) no tenía la fuerza que en otras ciudades. Como ciudad rica, poderosa y de gran movimiento cultural, es una ciudad donde, en el ágora, todo es discutido. Nada es establecido de manera definitiva e intocable por los dioses. Todo puede ser sometido a discusión. Y esto significa el nacimiento del mundo de la iniciativa.

Esta situación les facilita la defensa de un supuesto convencionalismo en el orden moral y político, partiendo de la relatividad de las leyes observadas en distintas ciudades: todo el orden social, político y moral sería fruto de la convención (nomos) o acuerdo entre los ciudadanos, bien entendido que aquí cabe incluir en el mejor de los casos el peso de la tradición y la historia. La convención se refiere (al igual que en el caso del lenguaje cuando es defendida) a un acuerdo “originario” hipotético. Así cabe interpretar la famosa proposición de Protágoras “El hombre es la medida de todas las cosas”.[1] Obviamente, este convencionalismo es, de manera implícita o explícita, un relativismo: todo es relativo, en este caso a las sociedades humanas, que no deben responder a una physis previa. Hay que tener en cuenta que, de acuerdo con Husserl[2], el relativismo es siempre un escepticismo. Por eso no nos ha de extrañar que la consecuencia lógica del relativismo protagórico sera el escepticismo gorgiano.


En realidad, no sabemos gran cosa de cada uno de los profesionales del saber que denominamos colectivamente con el nombre de “sofistas”, pero es de interés separar lo poco que sabemos de cada uno de ellos de manera individual a través de las noticias que nos ofrece la tradición, para trazar con más exactitud una posición de síntesis frente a la naturaleza de la moral.

De Protágoras de Abdera poco más sabemos aparte de la célebre frase “el hombre es la medida de todas las cosas”, citada por Platón, entre otros. Con respecto a la visión que Platón nos ofrece en el diálogo que le dedicó, debemos ser cautelosos. Pero éste no es el único diálogo platónico en que se hace referencia a su relativismo. También es así en el Teeteto. En su inteerpretación del Teéteto Cornford entiende que la afirmación de “homo mensura” debe ser leída desde una clave gnoseológica. Así, la relatividad de todo lo que existe al hombre se referiría primordialmente a la teoría del conocimiento. El conocimiento así postulado por Protágoras es lo que podríamos denominar una teoría del flujo, según la cual el hombre –individualmente- sería criterio de aquello que percibe y conoce. Esto derivaría de una interpretación de Heráclito polémica contra Parménides (según noticia de Eusebio) y que también defenderían otros como Demócrito según Alegre[3]. Por lo tanto, la convención se refiere a la totalidad del ser (no sólo a la moral). Marzoa[4] también interpreta el “homo mensura” en el sentido de la percepción y esto en sentido individual. Desde esta interpretación ontologista, la teoría del flujo, presente de manera más o menos clara en toda la sofística, sería una respuesta a las serias dificultades en que el eleatismo habría situado toda posible explicación del movimiento.

Justamente de ahí derivaría la tradicional interpretación de Heráclito según la cual el conocimiento es imposible por el continuo movimiento de todo. A esto es a lo que propiamente denominaremos teoría del flujo.

Observemos sin embargo que, sea cual fuere la intepretación correcta del pensamiento de Protágoras, en este tema sólo nos interesa una interpretación “moral y política”, ya que a ésta es a la que responde Sócrates propiamente.

De Gorgias de Leontini también conocemos apenas la famosa cita que afirma:

Nada es.
Si algo fuese, no podría ser conocido.
Si algo fuese conocido, no podría ser expresado.

Esto no es ni más ni menos que un escepticismo radical, consecuencia directa del relativismo, leído desde una clave ontológica. Desde esta perspectiva hay que entender que “nada es” se contrapone a  la absolutez de lo aparente. Si las cosas aparecen según aquél al que aparecen (Protágoras) parece lógico afirmar que “nada es” de manera fija, absoluta, permanente e inamovible. Efectivamente, el profesor Marzoa[5] lo interpreta en el sentido de la validez única del conocimiento sensible (que está en flujo continuo y no es expresable). La cita de Gorgias podría ser, por tanto, el descubrimiento de la diversificación de en tres ámbitos de lo que en Parménides es uno y el mismo.

Pero centrándonos en el aspecto que nos interesa, nos podemos preguntar si desde una posición tal se puede pretender enseñar qué es la virtud. Si nos hemos de fiar del diálogo que Platón a Gorgias, la virtud, según él, no se enseña, porque en buena proporción acepta la teoría del kairós, la virtud consiste en hacer lo conveniente en el momento oportuno. En ello radica también el límite del nomos. Allí donde no llega la ley (la norma universal que no puede considerar ni la excepción ni el conocimiento de la situación[6]) ha de llegar la justicia. En este sentido no estaría muy lejos de la enseñanza platónica o socrática. Aquí la physis sería reguladora del nomos.

Pero el profesor Alegre nos advierte de la precaución necesaria a la hora de interpretar estas citas. Los sofistas son hacedores de discursos y de palabras. Ellos son técnicos del lenguaje. Ello hace que no nos hayamos de tomar siempre en serio sus afirmaciones, tal como muestra la erística y Platón. Podrían ser simples juegos de lenguaje. En este sentido, la famosa cita gorgiana podría ser un simple juego.

Remitiéndonos ya a la segunda generación de sofistas, hay que empezar diciendo que Trasímaco, si hemos de fiarnos del diálogo platónico[7], defendería la physis pero en un sentido muy diferente: debe imperar la ley del más fuerte: los nomoi son convenciones de defensa de los débiles. Esto vale tanto individualmente como en la relación entre el Estado y los individuos. De la misma manera, afirma frente a Sócrates, que la injusticia es más beneficiosa que la justicia. Esto implica la identificación de la physis con la necesidad.

Antifonte, aparte de ser el inventor del “psicoanálisis” (es decir, de la cura mediante la palabra), defiende que la justicia no es otra cosa que los nomoi de los Estados. Los preceptos de las leyes son resultado de acuerdo humano, por ello, su fuerza no es la de la physis. Interpreta la historia del anillo de Giges (del mismo Platón en la República) en el sentido de demostrar la impotencia de las leyes positivas: es decir, el cumplimiento de la ley sólo nos importa en tanto que va acompañada de una coacción y podemos ser vistos. Si fuésemos invisibles (o cuando lo podemos ser) la fuerza de la ley es nula. Frente a estos nomoi, por physei todos somos iguales. Así, la physis es garante de la igualdad. El sentido de estas afirmaciones no es muy claro, ya que Antifonte jugó un papel muy turbio en la Guerra del Peloponeso: fue antidemócrata y filoespartano.

De la misma manera, Hipias, el filósofo más citado y ridiculizado por Platón, defiende la igualdad de los hombres por physei, frente a las diferencias, siempre establecidas por nomoi. Así, la ley violenta a la naturaleza. Hipias defiende una interesante teoría sobre el derecho natural, que sería por physei, ya que deriva de la estructura de las necesidades huamanas que cristalizan en un derecho consuetudinario, sedimentación de la sabia naturaleza de los hombres y de los pueblos (agrafoi nomoi). La ley positiva sólo será válida si no contradice el derecho natural.

Hipias también discurre contra el antibanausismo y defiende la autarquía individual en el sentido de poder precindir de los esclavos (él se hacía  sus propias sandalias y vestidos).

Tanto Licofrón como Alcidamas también abogan por la physis en el sentido igualitario. Ni la esclavitud ni la diferencia aristocrática se produce por physis.

En resumen, e intentando sintetizar la postura de los sofistas al respecto de manera colectiva, tenemos que para ellos la ley y la moral son el resultado de un acuerdo original. Es decir, la moral es nomos, convención o conjunto de leyes que rigen de hecho -es implanteable la cuestión del derecho, de la validez, para la moral-. Y las leyes que de hecho rigen en cada sociedad, son las más útiles para la sociedad como tal o, en la mayoría de los casos, las más útiles para los hombres que las imponen. Hay que observar que en los sofistas la moral no es negada, sino asimilada a las costumbres y usos propios de cada pueblo; lo moral es "lo que está bien en esta o en aquella ciudad", por ello la moral es relativa a cada sociedad. Según Caliclés o Trasímaco a ésta se opone otra moral, la moral que conviene seguir individualmente, la ley del más fuerte, que consiste en la consecución de lo que queremos, es decir lo útil para cada uno de nosotros, teniendo en cuenta que, por razones de utilidad nos conviene no infringir ostensiblemente la moral de nuestra ciudad. La verdadera moral para ellos es lo que haríamos si no fuésemos vistos por nadie. Es decir, la única razón para no hacer lo que realmente nos conviene en cada caso es la vergüenza de lo que nuestros conciudadanos puedan decir de nosotros o el miedo al castigo.

La identificación de la justicia con la ley positiva es lo que ha llevado en la época contemporánea a aberraciones como los distintos regímenes totalitarios. Estas aberraciones no consisten, por cierto, en el tipo de crímenes que se hayan podido cometer bajo su nombre, aspecto que comparten con todo tipo de gobiernos y sistemas políticos, sino que se hayan cometido bajo un espectro de “legalidad”. Precisamente esto es lo que se propuso impedir en el futuro la DUDH identificando una serie de preceptos por encima de cualquier ley positiva y de cualquier democracia.

Si los sofistas han sido capaces de poner en cuestión la supuesta condición natural de la moral y los valores cívicos, de manera coherente, también se atrevieron a pensar sobre el origen de la comunidad que ya no podía ser considerado divino. Al igual que en el ámbito ya analizado, también aquí se plantea la doble opción de concebir la comunidad como algo derivado directamente de la physis, tal como hará Aristóteles más tarde, o poder considerarla también como un producto del nomos, de la convención humana. No debemos perder de vista los términos en que se plantea esta polémica ya que aún hoy en día se discute el origen natural o convencional de la sociedad[8].

Esta época es vista por muchos como una época de Ilustración. El hombre ha conquistado grandes cotas y se ve capaz de todo. Pero hay también un recelo desde aquellos sectores tradicionalistas que identificaron a Sócrates con un sofista. Pensemos que del mito de Prometeo hay dos versiones: la optimista de Platón y la pesimista de Esquilo.

El mito de Prometeo que aparece en el Protágoras platónico es de especial relevancia porque nos dice algunas cosas sobre la supuesta visión protagórica del origen y naturaleza de la sociedad. En la interpretación protagórico-platónica del mito de Prometeo hay que destacar lo siguiente:

1. El hombre surge como proceso natural (material) igual que el resto de las especies.
2. Prometeo roba el fuego: la solución del hombre se halla en la razón práctica acompañada del sentido moral y la justicia.
3. Zeus otorga la justicia y el sentido moral. Es decir, éstos son los dones más importantes. No es que la justicia y el sentido moral se generen a partir de un contrato social, sino que la polis no podría existir sin estas virtudes. Esto se canaliza a través de una buena legislación.
4. El mito sugiere la probable evolución de las especies. El hombre es un producto evolucionado de la creación.

Según el mito, los hombres se distinguen por: a) su técnica artesanal, b) el lenguaje, c) el culto a los dioses. Así Protágoras admite el valor social de la religión. Respecto a la existencia o no de la divinidad, según García Gual, es posible que admitiese al respecto el consensium gentium, aunque era escéptico ante la posibilidad de una prueba convincente de su existencia.

Las posiciones al respecto son realmente divergentes entre los diferentes sofistas. En ellos encontramos desde el agnosticismo declarado de Protágoras (“nada puedo decir sobre los dioses”) hasta la crítica premarxista de Critias, según el cual la religión se usa políticamente para maniatar la conciencia humana, pasando por la concepción de Pródicos, más moderada, según el cual la religión  tiene un carácter natural y cultural que proviene de la agricultura, ya que se comienza deificando las fuerzas de la naturaleza: sol, tierra,...

La figura del Sócrates histórico es un problema hermenéutico, debido al hecho de su agrafía. Sócrates no escribió en ningún lugar su filosofía porque creía que la filosofía era, ante todo, una manera de vivir, y como tal, su naturaleza era esencialmente oral. La preeminencia de la oralidad sobre la escritura es un rasgo cultural sobresaliente de los griegos que no tienen algo así como un libro sagrado, sino que la religión es objeto de transmisión oral. También lo encontraremos en los diálogos platónicos, que, en todo caso son eso: diálogos.

Esto nos lleva a los diversos testimonios que sobre él poseemos. En todo caso, debemos recurrir a una tradición indirecta que, por supuesto, nunca es neutral, sino que es o bien una ridiculización (Aristófanes) o bien un ensalzamiento idealizado (Jenofonte y Platón). La tarea de la crítica es la de establecer lo que realmente hizo y no hizo Sócrates y la de trazar un punto de equilibrio entre los diversos testimonios sobre lo que pensaba. Hay que decir que es Platón con mucha diferencia quien más testimonios nos ha legado sobre la figura histórica de Sócrates y sobre su pensamiento.

Lo que debemos considerar probado es:

  • Que su tarea filosófica principal consistía en dialogar con los atenienses sobre cuestiones relativas a la moral y a la política.
  • Que esto lo entendía él mismo como un modelo de vida filosófica. Para él, la vida filosófica es la vida examinada. Y eso es a lo que él se dedica, a examinar las acciones y los pensamientos de los atenienses con agudeza crítica y sin pretensiones dogmáticas. Por ello fue llamado “la avispa de Atenas”.
  • Su manera de entender la filosofía le llevó en muchas ocasiones a enfrentarse dialécticamente con los sofistas y con todos aquellos que pretendían que sabían lo que era la virtud, ya que él consideraba que “sólo sé que no sé nada”.
  • Su acción crítica, su manera de vida y/o su insobornable lealtad a sus principios le valieron la enemistad de determinados poderosos atenienses, su condena y su posterior ejecución.
  • Junto con los sofistas supuso un giro de 180º en la temática de la filosofía que, por ello, se suele dividir en presocrática y postsocrática. Efectivamente, si la temática de los primeros filósofos presocráticos se centra en el arché de la physis, a Sócrates y los sofistas les interesan más las cuestiones que hoy llamariamos antropológicas: la virtud, la justicia, la belleza, la sociedad, etc. El texto que se suele tomar como indicativo al respecto es la pequeña autobiografía intelectual socrática que encontramos en el Fedón platónico. Por supuesto que debemos leerlo con todas las precauciones necesarias, pero allí encontramos los argumentos que al parecer llevan a Sócrates a abandonar su entusiasmo juvenil por la filosofía presocrática: Anaxágoras todo lo atribuye a la mente, pero luego no explica tomando como causa lo mejor (la mente actúa según lo mejor) sino el aire y el éter (Fedón 98c).

Por otro lado, en la medida en que podamos identificar el pensamiento filosófico del Sócrates histórico con el personaje Sócrates que aparece en los primeros diálogos platónicos debemos destacar las siguientes características:

  • Frente a los que pretenden ser conocedores de qué es la virtud, la belleza o la justicia, Sócrates cofiesa su ignorancia al respecto. Por ello, no intenta conducir al diálogo a ninguna solución, sino sólo mostrar las dificultades inherentes a todo intento de definición. Esto es lo que se conoce como aporía, que literalmente significa “sin recursos”, y eso es lo que les ocurre a los interlocutores del diálogo frente a todo intento de definición: se quedan sin recursos y en la más absoluta perplejidad. Hay que tener en cuenta que Sócrates no es un escéptico, y el valor de la aporía es positivo: la filosofía sólo puede comenzar con la perplejidad, tal como han suscrito todos los filósofos posteriores.
  • El método utilizado para el desarrollo del diálogo es la mayéutica (definida en el Teeteto), consitente en sacar todo lo que hay adentro de cada individuo. Este proceder implica que el proceso de conocimiento (y, por tanto, la educación) no es exterior, sino interior, y consta de dos momentos: la refutación (o conciencia de no saber nada) y la propiamente mayéutica o búsqueda de la definición. De aquí derivará el intelectualismo moral, doctrina que, de alguna manera conduce a la teoría platónica del filósofo-rey, de la misma manera que la mayéutica implica una confianza en el saber interior que presupone la teoría platónica de la anámnesis.
  • La definición, aunque sea sólo de términos morales, nos lleva a una preocupación por las esencias y, por consiguiente, por la ciencia. Según algunos es el germen de la Teoría de las Ideas.
  • Respecto a la moral defendió el llamado intelectualismo moral, es decir, la identificación entre la ignorancia y el mal. Su frase al respecto es “nadie hace el mal a sabiendas”. Sobre esto nos extenderemos a continuación, ya que está por decidir de qué manera esto es una defensa de una virtud por physei contrapuesta al nomos sofístico.

Frente a las posiciones de los sofistas, el intelectualismo moral defendido tanto por Sócrates como por Platón y Aristóteles, sería una propuesta relacionada con una defensa de la moral por physei. En este caso, lo que quiere decir “physis” es algo universal e invariable para todos los pueblos. Sería el objetivismo moral opuesto al relativismo moral sofístico.

Cuando en la modernidad se retome esta discusión, el nuevo lenguaje será el de una discusión entre la racionalidad o no (emotividad, etc) de los valores y de las justificaciones morales.

Pero antes de ir más lejos, hay que explicar en qué consiste el intelectualismo moral, tanto el socrático como el aristotélico y en qué sentido cabe entender la physis, ya que, según como se entienda, podríamos decir que quienes defienden una moral por physis son aquellos que como Caliclés aplican la ley del más fuerte, una supuesta ley de la naturaleza, a la convivencia humana; y hacen depender la moral fácticamente de esta ley.

Sobre la manera socrática de entender la moral, como relacionada con el conocimiento y la ignorancia, lo primero que hay que decir es que, aunque dudemos de su certeza, tenemos que asumir que aún hoy día, es el fundamento de la institución judicial y de los tribunales. Por eso, la “enajenación mental” puede ser un eximente de un delito. La justicia exculpa a los irracionales porque presupone que todo el mundo humano, ha de responder de sus actos (y no otra cosa es la responsabilidad). Pero, ¿qué significa responder de tus actos? Poder justificarlos. Y poder justificarlos es poder mostrarlos como siendo justos. Es decir, cada cual ha de intentar justificar (poner como justos sus actos): en eso consiste la racionalidad. Pero eso no es otra cosa que afirmar implícitamente que hasta donde sabemos, hemos actuado justamente, es decir, que no hemos hecho el mal a sabiendas.

Por otra parte, esta afirmación es solidaria de una comprensión de la moral como la búsqueda de la felicidad. Hoy día estamos acostumbrados a entender la moral como aquello que juzga nuestros actos extrínsecamente. Y en Platón, Sócrates o Aristóteles, no es eso. La ética es la búsqueda de la felicidad propia (tiene que ver con algo interior, y con un conocimiento interior: nosce teipsum) y por tanto parte del hecho primario de la finitud, la limitación y la básica infelicidad humana. Si no no habría necesidad de ella. Visto así, ¿qué es lo que está diciendo? Pues que nadie tira su vida por la borda a sabiendas. Todos hacemos lo que creemos que está mejor para nosotros. Todos enfocamos nuestra vida de la mejor manera que se nos ocurre. Y sólo podemos acabar mal por error. Justo por el error que supone no aceptar nuestra ignorancia y nuestra consecuente disposición a aprender.

Aquí entra en juego la segunda máxima sobradamente conocida de Sócrates: “yo sólo sé que no sé nada”. No hay que entenderla como desligada de la primera. Se explican mutuamente. La ignorancia por excelencia, la que es habitualmente causa del mal, es la pretendida sabiduría o doxosofía. En castellano decimos que no hay nada más atrevido que la ignorancia. La pseudociencia detenta el poder, y por ello, su capacidad de dañar es muy superior a la de una ignorancia absoluta.

Uno de los aspectos más importantes que diferencia a Sócrates de los sofistas es la relación entre la palabra (logos) y la acción (ergon): para los sofistas y políticos la palabra está subordinada a la acción, es una cierta acción que se ejerce (p.e. para convencer o persuadir). Es decir, la palabra es un instrumento de nuestra voluntad. En todo caso, la palabra sólo tiene sentido dentro del juego de las acciones humanas. Sin embargo, para Sócrates, la palabra no debe estar subordinada a nada. Subordinar la palabra a la acción significa que ya sabemos lo que hay que hacer y lo hacemos usando la palabra como instrumento de fuerza. Usar la palabra para decir la verdad supone nuestra apertura a comprender, la experiencia de nuestra ignorancia y nuestro estar dispuestos a ejercer un giro en la acción, cosa a la que no están dispuestos los sofistas y hombres de acción de Atenas. Por eso, el bien consiste justamente en esa apertura a la ignorancia, en esa aceptación de la finitud y de la provisionalidad de todo proyecto, en función de nuestra comprensión del mundo. Pero el mundo sólo puede ser referido mediante la palabra. Así la palabra puede ser apertura o cerrazón.

La polémica implícita es si el bien propio (ética), coincide con el bien común (política). Los idiotés y los sofistas creen que no, precisamente por eso se establece tal relación entre palabra y acción.

En un sentido más profundo, hay que decir que el relativismo de la moral no es fácil de defender, ni tan siquiera por los sofistas. Si retomamos la historia del anillo de Giges, lo que podemos concluir es la necesidad de apariencia que tiene la virtud. No importa tanto lo que hagamos como la certeza de que los demás sepan que estamos haciendo lo correcto. En definitiva, y de manera no explícita, en la historia del anillo de Giges se están contraponiendo dos tipos de bondad: lo que la sociedad como tal juzga como “bueno” y lo que el individuo juzga como tal. Pero la pura contraposición entre una moral individual y una moral social no es ya un relativismo moral. Al revés, defender la moral individual frente a la moral social no es otra cosa que una crítica a la moral social, que puede estar construida sobre valores que podemos no compartir.

Sin embargo, por lo que sabemos de los diferentes sofistas, no parecen haber defendido una moral determinada frente a la moral social imperante, sino que simplemente entienden que la moral social es una convención que tiene, como mucho, el valor de mediar entre los egoismos individuales. En este sentido, frente a la formulación socrática sobre la esencia de la virtud (sobre su validez), los sofistas hacen una análisis del hecho de la moral, de sus apariencias. Por eso el diálogo es especialmente difícil.

Por ello es importante que nos atengamos a los hechos. Según lo que sabemos de los sofistas, éstos parecen afirmar, en definitiva (recordemos la historia del anillo de Giges), que es mejor (más buena) la apariencia de bondad que la bondad misma, y de ello tenemos, en el diálogo platónico construido con sabia ironía, el ejemplo del mismo Sócrates, que es ajusticiado por ser bueno sin parecerlo.

Teniendo a la vista el ejemplo de Sócrates, podría parecernos que la afirmación sofista es de bastante sentido común. Ahora bien, de entrada, debería parecernos extraño que la apariencia de X pueda ser más X que el mismo X. Esto no nos atreveríamos a afirmarlo respecto de ninguna otra cosa. No diríamos nunca que la apariencia de oro es más oro que el oro mismo. Esta reflexión nos debería conducir a la pregunta de, si esto es así, ¿por qué necesitamos decirlo? Cuando afirmamos públicamente que lo que nosotros tenemos y parece oro es más oro que el oro mismo (que parecen tener los otros), seguramente es porque queremos vender el producto. Y aquí entramos en uno de los aspectos esenciales de la cuestión. No olvidemos que los sofistas se dedican a vender la virtud. Esto implica que el conocimiento de la virtud es totalmente exterior, consiste en acciones determinadas universalizables, es un saber que se puede transmitir igual que se transmiten unos bienes a cambio de dinero. Este saber implica, por supuesto la imposibilidad de autocrítica y de examen.

Frente a ello, Sócrates afirma que una vida examinada es más valiosa que una no examinada. Por ello, en su acción mayéutica diaria con sus compatriotas, no intenta transmitir nada, ya que él nada sabe, sino sólo intenta ejercer la (auto)crítica, llegando a la aporía. Su transmisión no es, pues, la de un saber que se pueda comprar y vender, sino la de un esfuerzo íntimo que nadie puede hacer por ti y que es la condición necesaria y suficiente de la virtud. Desde el punto de vista socrático, la necesidad sofística de distinguir la virtud individual de la virtud social, es consecuencia del hecho de que las dos virtudes luchan por ocupar el mismo lugar. O dicho de manera más cruda: si los sofistas intentan producir, en sus discursos y acciones, una apariencia de virtud, sólo puede ser porque saben que la virtud es buena. Si la apariencia no pretendiese ser otra cosa que simple apariencia –tal como afirman- sería suficiente con una imitación silenciosa. Es más, si la apariencia de virtud es ya virtud, ¿por qué continuaría siendo apariencia?

El conflicto que subyace a esta discusión es una mala comprensión del intelectualismo moral. Precisamente lo que están afirmando los sofistas es que, el hecho de conocer lo que es bueno o virtuoso (para la sociedad) no significa que actuemos en conformidad con ello (ya que nuestros intereses egoístas pueden ser diferentes). Sócrates, por el contrario, entiende que esta distinción de virtudes es un falseamiento de la cuestión, pues lo que creemos sinceramente que es “lo bueno” para nosotros, es pura y simplemente “lo bueno”. La prueba es que nadie puede vivir sabiendo que es malo. Hoy en día sabemos por la psicología empírica que hay toda una seria de mecanismos de defensa que nos protegen justamente de esa pretensión: justificamos nuestras acciones, racionalizamos nuestras intenciones, sublimamos nuestros deseos, etc. Todo por evitar la autocrítica. Por eso, el intelectualismo moral socrático no puede ser separado de su estricto seguimiento del precepto délfico: “conócete a ti mismo”.

Dicho de manera negativa: el intelectualismo moral no puede consistir en la necesidad de actuar de cierta manera cuando conocemos la virtud. Más bien, lo que viene a indicar es que la virtud, de manera sucinta, consiste en una única cosa: la consciencia plena de la propia ignorancia y el interés (puramente egoista, si se quiere) en superar ese estado de ignorancia. Si somos ignorantes de qué es lo que somos nosotros mismos en el fondo, no podemos pretender que ya sabemos que es lo bueno para nosotros. Quizás, como defiende Maslow en su famosa obra sobre el hombre autorrealizado[9], el más puro egoismo no es otra cosa que la más cruel automutilación. Y ésta es una afirmación de hecho.

Pero, por lo que respecta a Sócrates, hay que tener en cuenta, tanto o más que lo que dice, lo que hace. Sócrates es un personaje que morirá ajusticiado por hacer lo que hace y por ser confundido con los sofistas. Esto quiere decir que el sector más tradicionalista de Atenas lo confunde con un sofista más, ¿por qué? Porque se atreve a someter a discusión y a dudas los valores establecidos por la tradición. Porque Sócrates considera, y esto sí que lo considera en términos absolutos, que una vida examinada es más valiosa que una vida sin examinar. Este es el sentido del precepto delfico “nosce teipsum”.



[1] Aunque sobre la interpretación de la proposición protagórica no hay un acuerdo común, y no es obvio que defienda el relativismo, ya que podría defender, por el contrario, una physis humana.
[2] En su polémica con el psicologismo, mantenida en las Investigaciones. Lógicas.
[3] En la p. 30 de su obra sobre el tema. Op. Cit., vid. Bibliografía al final.
[4] Op. Cit., vid. Bibliografía al final.
[5] Op. Cit., vid. Bibliografía al final.
[6]  Los sofistas se referían a la epiekeia, que era la equidad, una de las características más notorias de la justicia.
[7] Actualmente, es el libro I de la Republica.
[8] Sin embargo, hay que tener en cuenta la sutil diferencia que supone no hablar ya de comunidad (que era la polis) sino de la sociedad (donde lo público y lo privado está confundido).
[9] Maslow, A. El Hombre Autorrealizado, ed. Kairós, Barcelona, 2002.

1 comentario:

  1. relaciona a socrates y los sofistas del s.v.a.c con el presente historico actual

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